-Marianita, vení que te peino, que vamos a ir a tomar el té a lo de la abuelita Rosa.
-¡Viva! ¡Viva! -iba aplaudiendo y salticando, porque me encantaba visitarla.
La abuelita Rosa -creo que ya te conté antes- era en realidad mi bisabuela, la abuela de mi mamá. Vivía en la misma casa de toda la vida, en Belgrano, con la tía Elena, hermana de mi abuelita.
Y ahí, arregladas y peinadas, partíamos tres generaciones de mujeres, de visita, como en una comitiva de honor -mi abuelita, mi vieja, Claudia y yo. Era paseo de mujeres, te daba una sensación como de clan, ¿viste?
Ir a visitar a la abuelita Rosa era entrar en un mundo paralelo, lleno de adornos fascinantes, con olor a torta de manzanas y chocolate caliente. Era sentarse a escuchar historias familiares de un tiempo que nosotras ni imaginábamos -¡oobviooo!- de costumbres que nos asombraban, que no podíamos creer.
-¡¿En serio, abuelita?!
-Sí, m’hijita, cuando yo tenía tu edad, no había luz eléctrica en todas partes, reciéeen estaba empezando. Era un poquito más grande cuando llegó la instalación a casa.
-¿Pero, abuelita, cómo hacían? ¿No veían nada de noche? ¿Y cómo hacían para ver tele?
-¡Ja, ja, ja! Sí, amor mío, por supuesto que veíamos de noche. Había un sistema de iluminación a gas y también usábamos velas… Y, en cuanto a la tele, todavía no se había inventado.
Era fascinante escucharla, porque -con mayor o menor precisión histórica- contaba todo de una forma muy divertida. Claudia y yo nos sentábamos junto a ella mientras mi vieja, su madre y su tía -o, lo que es lo mismo, mi abuela y mi tía-abuela-, se entretenían preparando el té y contándose los últimos chimentos familiares.
Una de las historias que más nos gustaba escuchar era la del centenario de la Revolución de Mayo. Nos contaba de los desfiles, de la inauguración de monumentos regalados por las diferentes colectividades, la visita de grandes personalidades del mundo… ¡Ahhh, cuánto la extraño, y muchas veces, porque ya no está -como le gusta decir a mi abu, “nos cuida desde el Cielo”.
Entre tantas otras cosas lindas de esta convivencia, nos quedó el amor y el respeto que sentimos por tíos y abuelos -que mis viejos supieron enseñarnos muy bien. Yo creo que por eso tenemos una familia tan unida, como te habrás dado cuenta, ¡ooobviooo!
¿Y qué onda yo, que vengo ahora con todo esto?
Buehhh… con todos los temas del casorio, pueeede ser que ande un poquiiito nostálgica, pero, más que nada, porque en medio de las corridas y de ir de un lado a otro con trámites, listas de regalos, etc., etc., etc., creo que paso más tiempo yendo de acá para allá arriba del bondi que en cualquier otro lado.
En esto estaba el otro día, feliz de haber conseguido un asiento, porque a la noche tenía un cóctel de trabajo y tuve que salir toooda emperifollada (como dice mi abuelita) por la mañana, de una… lo que incluye los stilettos, ¡ooobviooo!
Ya era como el cuaaarto o quiiinto bondi que tomaba y los famosos zapatos me estaban haciendo pasar un mal rato -un eufemismo por ¡me dolían las pataaasss! (con acento en la «a» y en la «s»)
En una de las paradas, vi que subía una señora mayor, muy linda y elegante y, claramente, bastante cerca de los ochenta, lo que la hacía muuuucho más merecedora de un asiento que varios de los flacos que iban a bordo del bondi.
Serían tipo las tres de la tarde. Miré alrededor, suponiendo que algún caballero se pararía y le cedería el asiento, pero parece que todo el mundo estaba con sueño… ¡TIÍII-PI-COOOO! Estaban tooodos “dormidos” -menos yo, ¡ooobviooo!- así que ¡NADIE vio subir a la señora, mirá vos!
Tenía algo que me hizo acordar de la abuelita Rosa. Me agarró una ternuuuraaa… que ni te cuento.
Le hice señas para que viniera a ocupar mi asiento.
-No, m’hijita, dejá, no te preocupes, estoy bien así.
-No, señora, ¡faltaría más! –le dije y me paré en lo alto de mis stilettos para que se sentara.
–¡Faltaría más!… ¡Faltaría más… consideración por las personas mayores, en este mundo, Marianita! –me dije para mis adentros, lo cual, sumado a la posición inclinada de mis pies y la presión que la aguzada punta de mis zapatos ejercía en mis dedos, produjo el inicio de un incendio… o una explosión… o una térmica que saltaba, con olor a mostaza que se subía y, como si fuera poco… adiviná… ¿adivinaste? ¡Síiiii! En pleno premonstrual.
Cual surfista deslizándose en su tablita en un mar con las olas más altas, conseguí pararme en una posición más o menos estable, y, encarando a todos los flacos seudo dormidos, les solté:
-¡¡Pero qué vergüeeenza, flaaaco!! (sí, así, patinando las vocales). Ni uno de ustedes es capaz de ser lo suficientemente caballero como para dejar de hacerse el dormido y cederle su lugar a una dama. ¡Qué es eeeesoo! ¡¿Me tengo que parar yo arriba de los tacos?!
No había forma de que no me oyeran –ya sabés cómo me pongo cuando se me salta la térmica-. Se “despertaron” todos y en menos que canta un gallo tenía tres ofreciéndome sus asientos, mientras el colectivero se hacía todo lo invisible que podía para no tener que intervenir en semejante despelote.
Pobre la señora, se puso colorada al sentir que estaba causando una conmoción.
A todo esto, ya estaba llegando a mi parada.
-Sentate, nena, que yo ya me bajo -me dijo.
-Gracias, señora, pero yo también… (la situación quedó un poco surreal, el bolonqui acabó siendo medio al cuete… ¡pero, en el fondo, fue divertido!)
-¡Parada, chofer! –le dijo la señora al colectivero, que se detuvo inmediatamente, feliz de sacarse de encima a la “incendiaria”.
Bajamos.
-¡Neeena! Sos un amor, pero le metés miedo hasta al más pintado –me dijo, riéndose. -¿Estás apurada? Te invito a tomar el té, tranquilas, en una confitería… al fin y al cabo, es lo menos que puedo hacer por vos, te deben estar doliendo los pies.
Con el fragor de la batalla (como suele decir mi viejo), me había olvidado de los stilettos. Tomé conciencia de las ampollitas que se estaban empezando a formar en mis sufridos talones.
Le agradecí y acepté. Tenía ganas de conversar con ella; de repente, sentí como que la abuelita Rosa había venido para acompañarme en estas corridas pre-casamenteras… ¿será…?
Mandé al diablo todo lo que me quedaba por hacer esa tarde y disfruté de un té con masas e historias nuevas, pero igualito, igualito que en aquellos tiempos.